miércoles, 30 de abril de 2014

Retornos a la Ciudad sin Nombre

"Evening Train To Hawthorn", Tom Roberts


allí,
en la esquina más  negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,

los recuerdos me asaltan.

Ángel González



Cuatro años más tarde, desperté dentro de aquel tren, por lo que deduje que, finalmente, había acabado subiendo. No recordaba ya al inalcanzable Lorenzo, pero sí a ese espectro de sueño irreal, perfecto, que había esperado tantas veces en la estación de la Ciudad sin Nombre. El Trapecista.

La última vez que estuvo frente a mí, íbamos a subir juntos al tren, pero su figura se desvaneció y yo terminé despertando. Esperé tantas veces después, en aquella estación. No recuerdo si él había muerto, pero sí estaba segura de que, en su mundo, yo no existía. De ahí su perfecta irrealidad, tan exquisita, por otro lado.

Esperé tantas veces en aquella estación. Cuando la realidad me daba la espalda y necesitaba una historia en la que descargar el torrente de sentimientos que me atenazaba las entrañas. Esperé… Algunos días, dormida; otros, escapando de mi despertar. Me atrevía a soñar con una continuación para aquel final perfecto, redondo, dramático, a la altura de la despedida de Rick e Ilsa en Casablanca. No he regresado a Venecia porque no quiero hacerlo sola, porque conservo aquella despedida en la Piazza San Marco y la esperanza  de que la canción de Aznavour no se cumplirá…

El Trapecista estaba a mi lado, en aquel vagón, sonriéndome con su mirada dulce y ambarina, cuajada de picardía infantil, rematada ésta por las cejas finas, expresivas. El cabello, negro azabache, le había vuelto a crecer y se lo sujetaba tras las orejas. Algunos mechones rebeldes resbalaban por su rostro como espuma oscura, poniendo un broche a su espontánea belleza. La misma camiseta que recordaba y la voz cálida que me llamaba por mi nombre. Una parada y aquel ofrecimiento de pasear juntos antes de regresar al tren. Su mano en la mía, con tanta naturalidad, como si fuera lo esperado después de cuatro años. Al fin era real. Apretaba su mano y no se desvanecía. El paisaje a nuestro alrededor carecía de importancia, porque caminábamos por un camino, por la hierba, sobre una nube… Qué más da.

Hablábamos. El tema de conversación importa ahora tan poco como el nombre de la ciudad sin nombre. Pero él hablaba en mi idioma, por primera vez, y su tacto era suave, y los destellos irisados de sus pupilas me otorgaban una confianza ciega en el presente.

-Como no regresemos, se va a marchar el tren sin nosotros –dije.
-A mí, si me despistas un poco, no me importa demasiado que se marche…

Dicho esto, me besó. Sus labios, su aliento, abrazaron mis cinco sentidos como un humo dulce y anestesiante. Cuando nos separamos y lo miré de nuevo, un escalofrío de inquietud comenzó a recorrer mi espina dorsal. Aparentemente, todo iba bien, pero la intuición me gritaba que algo estaba mal allí. Comenzamos a caminar hacia la estación; él todavía sujetaba mi mano. Sin embargo, ya no sonreía ni me miraba al hablar; pronunciaba las palabras atropelladamente, acelerado en su extraño caminar. Su voz también había cambiado: se había vuelto más aguda, menos melódica…

Entonces, me di cuenta de que no era ya el Trapecista quien estaba a mi lado, sino aquel amor constante y desesperanzado que atenazó mi adolescencia: el Campesino. Hace tiempo, me hubiera hecho muy feliz contemplarlo allí, caminando junto a mí mientras hablaba de algo irrelevante. Pero en ese momento, todo lo que pude sentir fue rabia y desesperación por la repentina ausencia de la mirada ambarina del Trapecista. Cerré los ojos y deseé que, al abrirlos, todo volviera a ser perfecto.


Pero en la Ciudad sin Nombre, el tiempo no es más que una palabra hueca. 

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